El 19 de julio de 1623, tras la muerte del Papa Gregorio XV, se reunió un cónclave compuesto por cincuenta y cinco cardenales para elegir a su sucesor. El 6 de agosto, por una mayoría de 50 votos, resultó electo el Cardenal Maffeo Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII. En aquellas fechas, una tremenda epidemia de fiebres, atribuida al ambiente enrarecido de la ciudad (“mal aria” = mal aire) azotaba Roma. Diez de los cincuenta y cinco cardenales que intervinieron en el cónclave fallecieron. El mismo Papa, también afectado por la fiebre, tuvo que retrasar su coronación hasta el 29 de septiembre y, poco después, encargó a los jesuitas que buscaran por todas partes un remedio para la enfermedad. Agustino Salumbrino, jesuita italiano y primer farmacéutico del Colegio Máximo de San Pablo de Lima, observó que en Perú y Ecuador, desde tiempo inmemorial, los indígenas utilizaban la corteza de un árbol (que llamaban cascarilla, hoy árbol de la quina) como medicamento y, muy especialmente, para combatir los escalofríos provocados por las bajas temperaturas.
Por analogía, los jesuitas empezaron a usarla para tratar los escalofríos de las fiebres intermitentes conocidas en España como cuartanas y tercianas (décadas antes del descubrimiento del vector del paludismo). Los jesuitas guardaron por algunos años el secreto, pero trataban a todo el que era atacado de tercianas y acudía a ellos. En 1631, Salumbrino encargó al, también jesuita, Alonso Messia Venegas que llevara este remedio a Roma desde donde luego fue difundido y comercializado por los jesuitas: Juan de Lugo, Cardenal y Procurador General de la Compañía en Roma, llevó en 1650 el polvo de quina a Francia, recomendándola a Mazarino para la curación de Luís XIV.
Otras informaciones afirman que el boticario inglés Robert Talbor usó el polvo de quina como remedio
secreto y elixir de larga vida, y con él curó al rey Carlos II, y vendió los derechos de su remedio secreto a Luis XIV en más de 2000 luises de oro, pero sin desvelar su composición, a pesar de que el rey, llegó a ofrecerle una renta vitalicia.
Otra historia o leyenda asegura un origen un poco distinto. Felipe IV nombró Virrey del Perú a Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, IV conde de Chinchón. El virrey llegó a Lima el 14 de enero de 1629, y cuatro meses después llegó su segunda joven esposa, doña Francisca Enríquez de Rivera, al parece, aunque no se conservan retratos de ella, una mujer bellísima (no la confundamos con la XV condesa de Chinchón, sobrina de Carlos III y desgraciada esposa de Godoy, retratada en 1800 por Goya ni con otro retrato supuestamente suyo que, en realidad, parece que corresponde a la tristemente célebre condesa Erzsébet Báthory, la “condesa sangrienta”). En 1997, la Agrupación de Amigos de Chinchón, le erigió un busto, probablemente muy idealizado, obra del escultor Antonio Ballester, en la Plaza de Palacio de ese pueblo.
El caso es que la condesa se sintió muy cansada, lo que se atribuyó en principio al largo y penoso viaje, y al parto de su segundo hijo durante el mismo, pero pronto comenzó a desarrollarse el cuadro clínico típico de las fiebres tercianas.
Diego Torres de Vázquez, jesuita y confesor del virrey, le comunicó a este que existía un remedio que empleaban los indígenas para curar las fiebres: un indio de Loja (en el sur de Ecuador), Pedro de Leyva, atacado de fiebres tercianas (llamadas por los incas fiebres del valle del Rímac), le contó que bebió de un remanso en cuyas orillas crecían algunos árboles especiales, la cascarilla, tras lo que se curó.
Entonces, le dio a beber a otros enfermos de fiebres agua de cántaros en los que depositaba raíces de cascarilla con excelentes resultados. El médico de los condes, el catalán Don Juan de Vega, una eminencia reconocida, no se atrevió a usar este tratamiento, desconocido para la ciencia de la época, directamente en la condesa. Así que decidió realizar “un ensayo clínico” entre los enfermos del hospital de Lima. Comprobó que los enfermos mejoraban de forma espectacular y, dado que el estado de la condesa era cada vez más alarmante, se decidió a emplear en ella (“off label”) el misterioso mejunje. Haciendo un inciso, probablemente se lo hubiera impedido cualquier comisión de farmacia de nuestro tiempo por falta de “evidencia científica”. El caso es que la virreina se curó y se encargó de facilitar el mismo tratamiento a todos los enfermos de fiebres tercianas de Lima que, en agradecimiento, denominaron al medicamento “los polvos de la condesa” (o, también, “polvos de los jesuitas”). Una variante de este episodio es que el remedio, mantenido en secreto por los indios, le fue suministrado a la condesa por una criada indígena que, al ser descubierta, fue acusada de envenenar a la virreina, escapando del castigo gracias al padre de la chica, que reveló el secreto, y a la
insistencia de la condesa declarando su curación.
Hay un estudio interesantísimo acerca del virreinato de los condes de Chinchón, del investigador Manuel Carrasco Moreno, que llega a considerar como una simple leyenda la participación de la condesa en todo este asunto pero, como dicen los italianos: “se non è vero, è ben trovato”. Sea realidad o fantasía, el naturalista sueco Carl von Linnè (Linneo), en 1742 en su obra “Genera Plantarum” bautizó con el nombre de “Cinchona” o
“Chinchona” al árbol de la quina, como homenaje a la intervención de la Condesa de Chinchón en su descubrimiento.
No obstante, no fue del todo fácil la introducción de la quina en Europa, donde los jesuitas comenzaban a estar bastante mal vistos. Según Mendiburu, su uso encontró fuerte oposición en Europa y, en Salamanca, se sostuvo que caía en pecado mortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a un pacto de los peruanos con el diablo. Por otra parte, el reputado médico Luís Enríquez aseguraba en su “Tratado de las intermitentes” que con un régimen basado en el gazpacho, las bebidas heladas y los zumos de naranjas y limones, no se precisaba recurrir a la quina. Pero no sólo en España se dio esta oposición. En Inglaterra, Cronwell, el Lord Protector, se negó, lógicamente, a tomar nada que tuviera relación con los odiados papistas,
a pesar de estar atendido por Sydenham, uno de los mejores médicos ingleses de todos los tiempos, y murió en 1658 de paludismo. En nuestro país falleció de tercianas Diego Velázquez de Silva (en 1660) sin tratarse con los “polvos”. Fue Carlos II el primer rey español en usarlos, en 1697 y, a partir de entonces, su empleo se fue extendiendo lentamente. Una dificultad añadida al consumo de la quina era el terrible sabor amargo que poseía (“más malo que la quina…!” ). Por ello, más adelante, los boticarios se esforzaron en disimular dicho sabor añadiendo diversos componentes a las píldoras de quinina: : lo que dio lugar a la expresión “dorar la píldora”.
En el siglo XVIII se rompen las trabas primitivas y se produce la mayor difusión de la planta como bebida reconstituyente. De Perú y Ecuador partían naves cargadas con ejemplares de la preciosa planta hasta Indonesia donde eran trasplantados, originando así un monopolio de abastecimiento de un
remedio “para todo”.
En 1817, los franceses Pierre Joseph Pelletier y Joseph Bienaimé Caventou lograron aislar y extraer el principio
activo de la corteza de la cinchona, la quinina. Producido en forma de pastillas, este principio activo comenzó a ser distribuido en las colonias europeas en África y Asia, donde la malaria causaba grandes estragos. No repetiremos aquí la historia de los descubrimientos de diferentes antipalúdicos de síntesis ni sus las propiedades sobre la agresión autoinmune :ya se hizo en las páginas “serias” del Master.
En 1783, Johann Jacob Schweppe, joyero de origen alemán residente en la ciudad suiza de Ginebra, inventó un sistema eficaz con el que introducir burbujas de dióxido de carbono en el agua envasada en botellas (procedimiento basado en los experimentos de Cavendish). La compañía fundada por Schweppe, a la que puso su nombre, se estableció en Londres, capital europea de la época, donde el agua con gas hizo furor. No fue hasta 1870 cuando, a partir del extraordinario crecimiento que había tenido la producción de jarabes medicinales en la farmacia anglosajona, J. Schweppe & Co tuvo la idea de incluir la ya descubierta quinina en la soda carbonatada de naranja para producir agua tónica; una bebida que además de refrescante se consideraba era un medicamento para combatir el paludismo. La tónica se populariza a partir de entonces convirtiéndose en bebida de moda. Pero una bebida, por muy y saludable que sea, que no contiene nada de
alcohol, puede admitirse en la vida civil, pero dudosamente en la militar. Por ello, para celebrar las sucesivas victorias de las tropas británicas en la India, un alto oficial de aquel país propuso añadirle ginebra a la tónica para fabricar un combinado alcohólico.
Otra versión del origen asegura que el combinado de ginebra con tónica (el “gin tonic”) procede de los soldados británicos que para conseguir tragar la odiosa quinina, con la que prevenían el paludismo, la disolvían en agua con zumo de lima, azúcar y un chorro de ginebra para disimular su sabor.
Con el paso de los años, el uso terapéutico de la tónica ha desaparecido. Su consumo recreativo junto a la ginebra, en cambio, es cada vez más popular. Hoy en día, el gin-tonic sigue siendo muy aceptado aunque la mayor parte de las tónicas que se encuentran en el mercado han sustituido la quinina por emuladores de sabor y edulcorantes.
El extracto de quina se emplea también en la elaboración jarabes que potencian el aroma de algunas bebidas alcohólicas. Hace varias décadas, en España se empleaba en vino de quina (las famosa “Quina San Clemente” y “Quina Santa Catalina”) para aumentar el apetito de los niños, práctica extinguida en la actualidad, aunque se encontraba muy extendida en todo el país, en ausencia de medicamentos que estimulasen el apetito de los críos.
Bien, un saludo a todos y un respetuoso recuerdo a la condesa (que no se os olvide) de Chinchón.
Julio Sánchez Román