PRESENTACIÓN
La pluma y el bisturí…
Permítanme comenzar parafraseando el título de la novela de Frank Slaughter (“La espada y el bisturí”), que junto a muchas otras (“La ciudadela” o “Las aventuras de un maletín Negro” de Cronin, “Servidumbre humana”, de Maugham, “Cuerpos y almas”, de Van der Meersch, “El médico rural”, de Balzac”, o “La peste”, de Camus…) influyeron decisivamente sobre tantas vocaciones médicas incipientes (al menos en la mía). En su interesantísimo libro “La aportación de los Médicos Escritores a la Historia de la Literatura (Médicos Escritores y Escritores Médicos)”, que pueden ver y descargar en esta misma web, el doctor Galnares Isern (de cuya amistad y enseñanzas conservaré siempre un recuerdo imperecedero) analiza exhaustivamente la vocación humanística y artística (no sólo literaria) de un gran número de colegas.
El doctor Andrés Carranza, otro compañero de cuya amistad puedo presumir, es puro ejemplo de la compatibilidad/alternancia entre el bisturí del cirujano y la pluma literaria (ya hemos tenido ocasión de leer alguno de sus trabajos en nuestra web) prodigándose, con esta última, fundamentalmente en sus dos blogs sobre “Medicina en la pintura” e “Historia de las calles de Sevilla”. Medicina, Historia, Arte…y Sevilla (que diría Machado), sus grandes amores.
En esta ocasión, nos ofrece una profunda interpretación de “La Autopsia”, el impresionante cuadro de Enrique Simonet. Y lo hace, a la vez, con la perspicacia de su profundo sentido artístico y con la precisión de su talento como cirujano. Más que una autopsia (eso ya lo hizo Simonet), Andrés Carranza realiza una auténtica y meticulosa vivisección, como cirujano que es, no solo del cuerpo sino también del alma: la de los dos personajes del cuadro…y la del autor.
Me gusta mucho repetir aquella frase de Gregorio Marañón: “Al que es o ha sido médico o preso, se le notará siempre”. Al escritor, Andrés Carranza, también.
Julio Sánchez Román
Secretario de AADEA
ARTÍCULO
En una habitación de penumbras, apenas iluminada por una lucecilla que rompe tímidamente la oscuridad, un médico practica una autopsia.
Se dice que para representar al doctor recurrió a un mendigo hallado en la calle, y que para el cuerpo de la joven utilizó el cadáver de una muchacha aparecida en el río Tíber, quizá embarazada. Solo después se supo que se trataba de una actriz sin nombre en el momento del hallazgo, quien, al parecer, se había quitado la vida tras un conflicto amoroso y, tal vez, impulsada también por la desesperación de su estado. Una tragedia humana: la de una joven abandonada y encinta, incapaz de sobrellevar su dolor.
El doctor aparece vestido de negro, con una levita poco apropiada para su labor. Aunque en aquel tiempo todavía no era común el uso de la bata blanca, al menos se habría esperado un delantal para afrontar la crudeza de la operación.
Con la mano derecha, apoyada sobre la mesa, sostiene el bisturí; con la izquierda, levanta el corazón recién extraído, al que dirige una mirada fija y absorbida.
En una mesa contigua reposan los utensilios para lavar el cadáver: espátulas, esponjas, un cuenco con agua y, como material quirúrgico, dos simples cuchillos de cocina. (Fig. 2)
En otra mesa próxima, por detrás del médico, cuelga una toalla muy limpia. (Fig. 3)
Impresiona la luminosidad de los frascos de cristal que están en el alfeizar de la ventana y el reflejo de la ventana sobre el agua del cuenco. (Fig. 4)
El cuerpo desnudo de la joven, dispuesto en escorzo, domina la escena y otorga profundidad al espacio casi sumido en la penumbra.
A pesar de la muerte, conserva un leve resplandor de color, evitando la lividez cerúlea propia de un cadáver.
Su piel, tersa y limpia, transmite cierta calidez y dulzura, como si el artista hubiera querido sustraerla al rigor de la autopsia, pues no se perciben huellas de traumatismo ni manchas de sangre en los paños inmaculados que la cubren en parte.
El pecho aún firme habla de la brevedad de su vida, segada en la juventud, acaso (según una lectura piadosa) para librarla de futuros sufrimientos.
Reposa sobre la austera mesa, apagada para siempre la luz de una existencia que, sin duda, iluminó a quienes compartieron con ella fugaces instantes.
Su cabello casi pelirrojo, de un cobrizo cercano al fuego, cae descuidado más allá del borde, invitando al espectador a imaginar las caricias que antaño recorrieron sus rizos.
El brazo inerte, colgando flácido, rompe la horizontalidad de la composición y subraya la sensación de muerte. Se trata de un recurso iconográfico de larga tradición, sobretodo religioso, pues lo vemos en el Descendimiento, en la Piedad y, ya en tiempos modernos, reinterpretado por David en La muerte de Marat.
La tela que cubre parcialmente la mesa resulta igualmente significativa. Aunque sabemos que el cuerpo reposaba directamente sobre la fría losa, el pintor introduce ese paño como recurso compositivo, aportando riqueza cromática y un contraste que equilibra el dramatismo de la escena. (Fig. 5)
Dato curioso es el hecho de que el pie derecho tiene solo cuatro dedos o al menos presenta un quinto dedo varus e infraducto, bajo el cuarto, de tal grado que impide su visualización desde un plano frontal. Se trata de una malformación que el artista podía haber obviado, porque, académicamente hablando, un pie debe tener sus cinco dedos, pero que nos sirve para manifestar la presencia de patologías del pie en la pintura. (Fig. 6)
El cuadro es conocido popularmente con el título “¡Y tenía corazón!”, una denominación poco afortunada por su matiz peyorativo, al insinuar que las prostitutas carecieran de sentimientos.
La joven yace muerta prematuramente, atribuida por algunos a los “excesos de una mala vida”, aunque quizá resulte más verosímil pensar en causas como el hambre o la tuberculosis, azotes frecuentes entre las clases más humildes.
El médico que practica la autopsia parece sorprendido de que aquella mujer “de la calle” tuviera un corazón. En este juego de significados, el pintor pudo querer transmitir a los salones burgueses la idea de que incluso en los estratos más bajos de la sociedad puede latir un corazón noble.
El artista nos conduce así a contemplar el órgano vital de la anatomía humana, cargado de una fuerte dimensión simbólica pues, tradicionalmente, es considerado sede de los sentimientos y morada de lo divino; en contraposición al razonamiento, el corazón se erige como emblema de lo más íntimo y esencial del ser humano.