PRESENTACIÓN
¡Ay, si hubiéramos tenido vacunas…!
Es esta una nueva visita a Tribuna de Asociados, que nos hace el doctor José María Domínguez Roldán, médico intensivista de reconocido prestigio y cuyos amplios méritos en el terreno de la Bioética fueron ya comentados, por este servidor de ustedes, en colaboraciones previas.
Analiza breve y certeramente, el doctor Domínguez, la importancia que han tenido las vacunas (“un triunfo de la ciencia”, las denomina él) en la reducción de la morbimortalidad en todas aquellas pandemias que ha sufrido la especie humana (beneficios en los que hemos participado, seguro, usted y yo). Desde la producida por la viruela a la muy reciente por COVID-19.
Hay, no obstante, una nueva y peligrosísima pandemia, resalta el doctor Domínguez, que puede provocar (y de hecho ya lo está haciendo) verdaderos estragos: la del escepticismo, cuyos factores determinantes son el olvido, la ignorancia… y la estupidez: “Se trata de un triunfo [el de las vacunas] que el mundo no debe olvidar” nos advierte el doctor Domínguez.
Desgraciadamente, los avances en los medios de comunicación han permitido que solemnes ignorantes (o mal informados, lo que es peor) difundan mensajes apocalípticos antivacunas cuyos resultados ya están a la vista, como está ocurriendo con el rebote de casos de sarampión. Pienso en otros ejemplos concretos, como el de un archiconocido cantante “omnisciente y omnisapiente” que tanto ha despotricado en contra de la vacuna frente a la COVID (por cierto, su madre murió a causa de esa infección) o en el del influyente político norteamericano (perteneciente a una familia que parece la protagonista de una tragedia griega) que está provocando un retroceso demencial en la investigación sobre vacunas.
Y permítame un nuevo ejemplo más cercano: mi mujer participa en una red de WhatsApp de antiguas compañeras de colegio. Una de ellas despotricaba furibundamente en contra de las vacunas contra COVID (lamentablemente, y aquí parece que actúa un espíritu burlón con mala…eso, un hermano suyo acabó muriendo también a causa del bicho). Pues bien, otra integrante del grupo, “harta de coles”, le contestó: “Mira, no quiero discutir contigo, pero te digo una cosa: si cuando yo era pequeña hubiera existido la vacuna de la polio, mi hermana no se habría pasado la vida en una silla de ruedas”. Fin: silencio administrativo.
¿Qué podemos hacer, nosotros los médicos frente a esta nefasta pandemia desinformativa? Pues influir con todas nuestras fuerzas en el estado de opinión con nuestro propio “efecto rebaño”: Yo me vacuno; y mi mujer, y mis hijas, y mis nietos… Hágalo usted también, vacune a los suyos y, desde su posición de autoridad científico-sanitaria (que lo es, pese a quien le pese), difunda la necesidad de que todos sigamos las normas de vacunación establecidas.
Julio Sánchez Román
Secretario de AADEA
ARTÍCULO
Durante siglos, las enfermedades infecciosas fueron las grandes devastadoras de la humanidad. La viruela, el sarampión, la polio o la difteria causaban estragos en sociedades que, impotentes, veían cómo sus niños, jóvenes y mayores sucumbían ante estos males invisibles. Hoy, gracias a las vacunas, muchas de esas enfermedades han sido erradicadas o están cerca de desaparecer. Sin embargo, paradójicamente, en una era de logros científicos sin precedentes, resurge un viejo enemigo: el escepticismo.
Allá por 1796, Edward Jenner observó que las lecheras, acostumbradas a contagiarse de la viruela bovina, rara vez sufrían la letal viruela humana. De aquella observación nació la primera vacuna moderna. La historia de las vacunas es, en realidad, la historia de uno de los mayores éxitos colectivos de la humanidad.
Aún en mi memoria, recuerdo con emoción aquel momento, hacia 1964, cuando me llevaron al hospital de Carmona, en la provincia de Sevilla, para la primera campaña nacional de vacunación contra la polio. Las calles estaban llenas de familias y se formaban grandes aglomeraciones delante del centro sanitario. Nos dieron un terrón de azúcar impregnado con la vacuna oral de Sabin. Tuve que esperar horas, o al menos eso así me pareció, para recibir mi dosis de vacuna. Aquella imagen de hace tantos años, de padres con sus hijos reunidos, esperando la vacuna gratuita, se quedó grabada en mi memoria. Muchos de esas familias habían vivido directamente las consecuencias de la epidemia de poliomielitis acontecida entre los años 1958 a 1963. Aquellos centros improvisados para la administración de la vacuna en Sevilla se convirtieron en templos de la medicina preventiva. Aquellos 'niños de la vacuna', hoy adultos, son el mejor testimonio del éxito de la inmunización sistemática.
La aparición de vacunas como las de la polio, el sarampión, la rubeola o la hepatitis B no solo prolongó la esperanza de vida, sino que permitió que generaciones enteras crecieran sin el temor constante a demoledoras epidemias. Estas vacunas marcaron un antes y un después en la historia de la salud pública.
Sin embargo, el éxito tiene un efecto curioso: cuando la amenaza desaparece, la memoria colectiva tiende a adormecerse. Las nuevas generaciones, que no han presenciado los estragos de enfermedades como la polio o la difteria, comienzan a cuestionar la necesidad de las vacunas. Así, lo que fue un consenso unánime empieza a resquebrajarse, alimentado por voces que siembran dudas y que, amplificadas por las redes sociales, han dado visibilidad a un movimiento antivacunas que crece silenciosamente.
La pandemia de COVID-19, lejos de disipar esas dudas, las intensificó. Por primera vez, fuimos testigos de una carrera científica sin precedentes: en apenas un año desde los primeros casos, ya contábamos con varias vacunas eficaces. Pero esa misma rapidez generó desconfianza: 'demasiado rápido', 'demasiado nuevo'. La ciencia, que logró lo extraordinario, se enfrentó a una ola de escepticismo.
Más allá de las cifras, las vacunas representan un pacto de solidaridad. Al vacunarse, una persona no solo se protege a sí misma, sino también a los más vulnerables: bebés demasiado pequeños para ser vacunados, pacientes inmunodeprimidos, ancianos con menor respuesta inmune. Todos ellos dependen del llamado 'efecto rebaño', esa protección indirecta que se alcanza cuando la mayoría está inmunizada. Por eso, el escepticismo deja de ser una cuestión individual para convertirse en un problema colectivo.
El reto comunicativo es enorme. Explicar la seguridad de las vacunas, sus procesos de control, los ensayos clínicos, los sistemas de farmacovigilancia, etc. todo ello exige tiempo y claridad. Pero es un esfuerzo necesario, porque cada duda no respondida es terreno abonado para la desinformación. También es tarea de las instituciones sanitarias escuchar. Detrás de muchas dudas hay temores legítimos: padres que buscan lo mejor para sus hijos, ciudadanos que desean comprender. Combatir el escepticismo no es solo proporcionar datos: es empatizar, entender, acompañar. Y en eso, los médicos tenemos un papel insustituible.
En definitiva, las vacunas son, probablemente, el mayor triunfo de la medicina preventiva. Del escepticismo inicial en los tiempos de Jenner al éxito global de la vacunación masiva, su historia es una lección de humildad y grandeza Humildad, porque nos recuerda lo frágil que es la salud colectiva. Grandeza, porque demuestra lo que la ciencia y la solidaridad pueden lograr juntas. El escepticismo ante la vacunación es un lujo que la humanidad no puede permitirse.
Dr. José María Domínguez Roldán