“Todo es veneno y nada es veneno, sólo la dosis hace el veneno” (Paracelso) La historia del tratamiento de las enfermedades autoinmunes y la del tratamiento del cáncer, han corrido, en cierta medida, de forma paralela. Una consecuencia nefasta de la Primera Guerra Mundial fueron las devastadores lesiones de los combatientes expuestos al gas mostaza. Pero, una vez más, se hizo verdad (aunque fuera a consta de terribles sufrimientos) la máxima “no hay mal que por bien no venga”. La gravísima y mortal leucopenia que se observó en los expuestos a este agente llevó a intentar el empleo de sus derivados (mostazas nitrogenadas) en pacientes con linfomas en grado muy avanzado. Los resultados iniciales de esta terapéutica, desalentadores en principio, abrieron un nuevo camino y una gran esperanza en los pacientes con cáncer: la quimioterapia, mediante ciclofosfamida (emparentada con aquel terrorífico gas) y otros citostáticos, para destruir las células cancerosas. Pronto se comprobó que estos mismos fármacos, en dosis más reducidas, poseían un importante efecto inmunosupresor, lo que llevo a su utilización en el tratamiento de las enfermedades autoinmunes. No termina aquí el paralelismo. En las últimas décadas se han realizado importantísimos descubrimiento acerca de los mecanismos moleculares implicados en
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