PERRAULT, CAPERUCITA ROJA (ERITEMATOSA)… Y EL LOBO (LUPUS) FEROZ

Fig 1 Caperucita y el Lobo disfrazado de Abuela. Gustavo Doré

La relación entre el lupus, el lobo, aquella fiera que da nombre (desde la antigüedad medieval, aunque esa es otra historia) a esa enfermedad que tiene predilección por morder el rostro (e incluso devorar) a muchachas jóvenes, está perfectamente simbolizada en el archiconocido cuento de Perrault.

Charles Perrault (París, 1628-1703), publicó en 1697 (hace ahora 326 años) un conjunto de ocho cuentos: “Histoires ou contes du temps passé avec des moralités” (Historias o cuentos de antaño, con moraleja), también conocido como “Contes de ma mère l’Oie” (Cuentos de la tía Oca). De entre todos ellos, “Le Petit Chaperon Rouge” (Caperucita Roja), este extraño cuento que, en su versión original, como luego veremos, termina mal, es sin duda el que más ha influido e intrigado a muchas generaciones de niños …y viejos.

Perrault, abogado, escritor y académico, nació y creció en una familia de artistas. Desde niño, vivió una intensa dedicación a la literatura. Su influencia en el mundo de las letras francesas se acrecentó, más tarde, gracias a la protección de Jean-Baptiste Colbert, el todopoderoso ministro de estado de Luis XIV, que sentía una especial predilección por su familia. Colbert encargó a Claude, hermano mayor de Charles, la realización de algunos de los monumentos más importantes del París de la época. Claude Perrault (médico, físico, anatomista y arquitecto) diseñó la portada del museo del Louvre, en París, terminada en 1667, derrotando en este proyecto a Gian Lorenzo Bernini, el genial creador de la columnata de San Pedro, en Roma,

Charles fue un fervoroso defensor de las nuevas tendencias en la literatura. Desde su silla de académico, y a la sombre de Colbert, se alineó con las posiciones literarias más vanguardistas en oposición a los escritores más ligados a la tradición. En un célebre poema que leyó en la Academia, “Le siècle de Louis XIV”, Perrault defendió ardientemente a los escritores Modernos frente a los Antiguos (el siglo de Luis XIV frente al siglo de Augusto) con un apasionamiento tan excesivo que provocó la reacción de escritores nada sospechosos de ser anticuados, como Racine y Boileau, a los que se sumó, algo más tímidamente, el poeta y fabulista Jean de La Fontaine (1621-1695), No deja de ser chocante que, el mismo Perrault pendenciero y vanguardista, se dedicase a la vez a escribir cuentos moralizantes para niños.

Más aún. Pese a la confrontación académica, ya citada, entre Perrault y La Fontaine, las fábulas de uno y los cuentos de otro tienen muchos puntos en común. Ambos son relatos cortos y concisos que pretenden educar y moralizar y, los dos, establecen códigos de caracteres concentrados en un determinado animal: el león es la fuerza, la zorra la astucia, el lobo la maldad…

Cuentos y fábulas terminan en una moraleja (moralité) que sintetiza, en verso, la enseñanza de la narración. Así, en Caperucita, que ha escuchado imprudentemente los halagos del lobo, ese lupus que tiene una predilección morbosa, ya lo hemos dicho, por muchachas jóvenes (¿nos recuerda algo?), acaba siendo devorada por él. En realidad, Perrault, en su versión escrita en 1697 adulteró, suavizándola, una narración popular previa, de tradición oral, bastante más cruda y sanguinaria. En ella, Caperucita es una bella joven adolescente a la que el lobo, disfrazado de abuela, invita a consumir carne y sangre, pertenecientes a la anciana a la que acababa de descuartizar. Y era mucho más explícita, ya que Caperucita es obligada a meterse en la cama con él, tras quemar su ropa, y quedarse completamente desnuda. Perrault mantuvo lo del desnudo, aunque no la antropofagia y se queda con la historia de una joven bien educada que es engañada por el lobo. Y que, tras al responder a todas sus preguntas, es devorada por éste, finalizando ahí el cuento.

El relato se cierra, como decimos, con una advertencia de Perrault a las “muchachas bien hechas amables y bonitas” para que no presten oídos a determinada gente que puede acabar devorándolas.

Aquí vemos que la adolescencia,
en especial las señoritas,
bien hechas, amables y bonitas
no deben a cualquiera oír con complacencia,
y no resulta causa de extrañeza
ver que muchas del lobo son la presa.
Y digo el lobo, pues bajo su envoltura
no todos son de igual calaña:
Los hay con no poca maña,
silenciosos, sin odio ni amargura,
que en secreto, pacientes, con dulzura
van en busca de las damiselas
hasta las casas y en las callejuelas;
más, bien sabemos que los zalameros
entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.

Es decir, entre líneas, se aprecia en Caperucita algo más que un cuento de niños. El diálogo insinuante (y en la cama y el consiguiente “despelote”), entre el “lobo” y la jovencita (“¡Qué brazos tan grandes tienes!… ¡Qué dientes más grandes tienes…!”) me recordaba, ya “de mayor”, la conversación de Tony Curtis y Marilyn Monroe en aquella escena del sofá de “Con Faldas y a lo Loco” en la que el lobo golfo (Curtis) se ha llevado a la tonta de Caperucita (Marilyn) al yate donde está a punto “de comérsela”.

Esta interpretación erótica del cuento no es una exageración perversa. La verdad es que, bajo la piel de cordero de fabulistas y de cuentistas infantiles, suele asomar con frecuencia la zarpa peluda del lobo (del lupus) feroz. El mismo La Fontaine, contemporáneo de Perrault y al que ya hemos aludido, no se limitó a poemitas inocentes de cigarras y hormigas o de zorras y cuervos (“Fables Choisies et Mises en Vers par M. de La Fontaine”). También se dedicó, con el mismo entusiasmo, a escribir narraciones y poesías eróticas (“Alleluia” y “Contes et nouvelles en vers”), poemas inspirados en los cuentos festivos europeos que empezaron a conocerse a partir del Decamerón, de Giovanni Boccaccio (1313-1375) y, más tarde, en historias picantes recogidas en textos italianos y franceses de los siglos XVI y XVII. Pero, también muy probablemente, basadas en sus propias experiencias libertinas. Algo parecido ocurrió con otros fabulistas más próximos a nosotros, como Félix María Samaniego (1745-1801), que, en “El Jardín de Venus” recopiló algunos de sus cuentos eróticos (accesibles, edición de Emilio Palacios, en la Biblioteca Virtual Cervantes, www.cervantesvirtual,com; aviso: son rabiosamente “verdes”). Tanto él como Tomás de Iriarte (1750-1791), su rival en el mundo de la fábula moralizante en España (también salido de madre con sus “Cuentos y poesías más que picantes” y, especialmente, con su desenfadado y tórrido poema “Perico y Juana”) tuvieron algún que otro problema con la Inquisición debido a sus escritos libertinos y anticlericales (este último, concretamente, procesado además por ser sospechoso de “seguir errores de los falsos filósofos modernos ultrapirenaicos”). Algo parecido le ocurrió a Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) por su “Arte de Putear” cuyo argumento no es necesario explicar.

La historia de “la censura”, consciente o inconsciente a la que se sometió, fuera y especialmente dentro de nuestro país, el cuento de Caperucita es curiosísima. Los hermanos Jakob y Wilheim Grimm (en sus“Kinder und Hausmärchen”, 1812), cien años después de Perrault, modificaron el escabroso final del lobo travestido que se sale con la suya. En su historia, aparece un cazador que le abre la barriga al lobo y saca (¡vivas y enteras!) a la niña y a la vieja. Además, los Grimm, suprimieron la embarazosa moraleja, cargada de segunda intención, de Perrault. Recuerdo una versión radiofónica (yo era entonces pequeño) en la que el lobo ni siquiera llega a comerse a nadie. La abuela se había escondido en un armario y, en el último momento, consigue salvar también a la niña, sin necesidad de urgencias quirúrgicas. Imperceptiblemente, en uno y otro caso, el lobo pasa de burlador a burlado.

Pero, en España, la “autocensura” no se limitó al aspecto “moral” del cuento. Es posible que los traductores se plantearan también escrúpulos “políticos”. En los pasados años 50 y 60, aparecen versiones de “Caperucita Encarnada” (Vernet, 1952; Alcántara, 1958). No parecería políticamente correcto que una heroína de cuento fuera “roja” (¡faltaría más!). Aunque es cierto que ya en el siglo anterior hubo Caperucitas Encarnadas (Vega, 1863; Navarro, 1883), es muy significativo que, en 1966, apareciera una “Caperucita Azul” (Alcántara) o que, en 1965, viera la luz un “Caperucito Blanco” (Battistela), quizás para evitar “discriminación de género”. Más tarde, cuando ser rojo dejó de “ser malo”, conocimos, en forma de cómic la versión en dibujos animados “Caperucita Roja y el Lobo Azul”, del humorista Antonio Forges. Aquí las cosas cambian de nuevo bastante, todavía más, para el lobo. Y para peor. El lobo de Forges es ya un pobre diablo fuera de su tiempo, desahuciado de su reino en el bosque sombrío. A Caperucita, por su parte, le ha llegado el derecho al voto, al amor libre y a ser roja. Todo lo roja que le dé la gana.

Fig 2. Caperucita Roja y el Lobo Azul. Forges

Y aquí hemos llegado. El lobo (el lupus), el pobre lobo acorralado de hoy en día, ya no es lo que era. Ni Caperucita Eritematosa tampoco. Caperucita ha dejado de ser la niña medio tonta, inocente e indefensa que se limitaba a dejarse comer. Además de que, ahora, es consciente de su propia fuerza, sabe que cuenta con cazadores dispuestos a rajar al lobo en cada momento (servidores de ustedes, los de AADEA, entre otros) con puñaladas inmunosupresoras. A Caperucita, el tiempo, estos trescientos años, la han convertido en una mujer. Al lobo (al lupus) en una alfombra. Pero, ¡ojo!, no nos descuidemos. Una alfombra, que conserva sus zarpas cortantes y sus colmillos afilados, con la que podemos tener tropiezos que nos hagan tambalear peligrosamente. Por ello, tenemos que estar preparados en todo momento para hacer frente, con decisión y energía, a este lobo traicionero. Sin dejarnos seducir por sus apariciones inocentes y sin consentir tampoco que nos aterroricen los destellos de sus dientes asesinos o de sus ojos amenazadores (¡Todos tan grandes…!).


Julio Sánchez Román.
(Secretario de AADEA)