PRESENTACIÓN
¡Oh, memoria, enemiga mortal de mi descanso! (Miguel de Cervantes).
Es un honor para mí contar en esta Tribuna con una personalidad de la talla de José María Rubio Rubio. Mi relación con el Profesor Rubio comienza, allá por los pasados años 60, cuando el Profesor y Académico aún no lo era. Ambos éramos simplemente dos jóvenes estudiantes, en la Facultad de Medicina de Sevilla, unidos por una idea muy clara: queríamos ser internistas. Su brillante trayectoria comienza como alumno interno destacado en la Cátedra de Patología Médica, donde tuvo la fortuna de contar con los que él considera sus maestros (luego vendrían muchos más), los profesores Aznar Reig y Zamora Madaria, entorno que ya no abandonó a lo largo de toda su vida profesional como Profesor Titular, impartiendo las asignaturas de Patología General y Bioética (miembro además del Comité Ético Asistencial del hospital universitario Virgen de Macarena de Sevilla). Esos dos pilares que, según sus propias palabras en su discurso de recepción, como Académico de Número, en la Real Academia de Medicina de Sevilla, son “los dos caminos que constituyen el itinerario de mi vida: la Medicina Interna en la que me inicié y en la que continúo, aunque ahora decisivamente determinado por el descubrimiento de la Bioética [...] mi inquietud por la Bioética es la consecuencia de un compromiso de humanización del mundo de la salud”. Descubrimiento que no quedo relegado a lo personal sino que le transformo en un pionero entusiasta y comprometido en la difusión de esta disciplina, dentro y fuera de los ambientes docentes y académicos, tanto como profesor e investigador extraordinariamente capacitado (sus antiguos alumnos de deshacen en elogios por su sabiduría, su amenidad, y su cercanía durante sus clases), como prolífico escritor y brillante conferenciante en numerosos foros.
Claro que el Profesor Rubio juega con ventaja: es que, aparte de todo ello y de sus innumerables virtudes personales, es dueño de una facilidad oratoria y de una cultura científica, humanística, literaria y artística realmente apabullante. Y, por si fuera poco...es poeta. Así cualquiera.
En el trabajo que ha preparado para nosotros (ÉTICA DEL RECUERDO) realiza un inteligente análisis de las consecuencias que suponen las interrelaciones existentes entre las más profundas convicciones ancladas en nuestra memoria (que compara acertadamente con la influencia de la clave genética en las respuestas orgánicas). Nos avisa, el Profesor, de los riesgos y consecuencias éticas que entrañan las influencias espurias sobre estas convicciones, bien de origen externo (un ejemplo actual sería el extraño maridaje entre los términos, tan de actualidad, de “Ley” y “Memoria”, de inevitables reminiscencias orwellianas) o bien interno (“Yo he hecho eso- dice mi memoria.- Yo no puedo haber hecho eso - dice mi orgullo y permanece inflexible. Al final la memoria cede” , la cruda sentencia de Nietzsche).
“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”, asevera Jorge Luis Borges, y, concluye el Profesor Rubio: “La práctica de la medicina exige reflexión y espíritu crítico. La historia del saber médico demuestra que, siempre y por lo tanto también ahora, la humanidad ha sido capaz de errar incluso en la formulación de leyes incontestables en su tiempo”. Atendamos, sin más, a sus palabras. No las olvidemos.
Julio Sánchez Román
Secretario de AADEA
ARTÍCULO
Avishai Margalit es un profesor de filosofía de la Universidad de Pricenton que comienza sus lecciones de ética de la memoria proponiéndole sus alumnos una reflexión: ¿Pero existe la ética de la memoria?1. Por la memoria biológica el sistema inmune reconoce, selecciona y actúa en su función defensora de nuestro organismo, una función decisiva y vulnerable que la ética nos ayuda a reconocer en sus límites, en su equilibrio y en la proporcionalidad de sus efectos y a respetarla en nuestras intervenciones clínicas y experimentales sobre ella.
Entiendo que alguien podría reprocharme que estoy haciendo un juego de palabras, que la memoria biológica es una propiedad de los seres vivos en su mayor parte ajena a la voluntad humana pero la memoria histórica, recordar sencillamente nuestra historia – y escribo este párrafo en los días en que Europa celebra el desembarco de Normandía- es en sí mismo un acto moral cuyas conquistas, heridas y cicatrices y también lógicamente su recuerdo, no pueden en absoluto sernos neutrales. Otras realidades como la inteligencia emocional y la inteligencia artificial (IA) que con la confianza general se instalaron en un primer momento como caballos de Troya en nuestra cultura y en nuestras redes sociales son ahora poderosos gestores y censores de nuestra conducta, una instancia de poder con un arsenal, en gran parte desconocido, de instrumentos capaces de modificar nuestros recuerdos y nuestros deseos según la voluntad de quienes dispongan de ellos. Adquirimos dos biografías por internet o vemos un thriller en TV y al poco tiempo recibimos ofertas: “Porque has leído tal libro…porque viste tal película te gustará…”. Los héroes de los tebeos de nuestra infancia a los que nuestras neuronas espejo que entonces ni sabíamos que existían, nos impulsaban a imitar en nuestros juegos e ilusiones, han sido sustituidos en los niños de ahora por los superhéroes del móvil al que viven enganchados, una puerta incontrolable para los recuerdos, buenos y malos que constituirán la urdimbre de su carácter y su memoria.
Vivimos en estado permanente de alerta de la memoria; las experiencias, y los recuerdos deben de estar disponibles en todo momento para informar, reconocer, permanecer o ser relegados al olvido conforme el fin último que esa función tiene encomendada. A la ética debo mi interés por preguntar, incluso en la evidencia y también por dialogar más allá de algoritmos y protocolos y por buscar entre todos una respuesta. ¿Qué debemos recordar? ¿Qué no es lícito olvidar? ¿Qué vivencias y recuerdos tenemos el deber individual y social de preservar y trasmitir? Si el fin último de la memoria inmunológica es la protección del individuo y de la especie y su adaptación al medio, el fin último de los recuerdos es servir a la libertad del hombre en su proyecto de completar junto con los demás seres humanos una vida en paz y plena de posibilidades.
Los recuerdos personales son una realidad biológica propia de cada individuo constituyentes de nuestra identidad y nuestro reconocimiento como seres humanos únicos y exclusivos, me atrevería a decir que con la misma entidad que los genes. Son el producto de una historia vital concreta y por naturaleza subjetivos por lo que recordar más o menos, mejor o peor, va a depender en gran parte de nuestro estado físico, psíquico y emocional pero los recuerdos son también un producto de nuestra condición social y como tales nacen, comparten e interactúan en las relaciones humanas.
A la ética general del recuerdo le interesa el verdadero sentido, el peso moral de los recuerdos personales y compartidos que alientan nuestros deseos y nuestra existencia y esto es algo en lo que, por el automático y acelerado paso de la vida, habitualmente no reparamos. Con los recuerdos y los deseos edificamos nuestra realidad personal, actuamos en nuestra vida cotidiana e interactuamos con los demás. Con ellos construimos la memoria histórica y social, alimentamos la inteligencia emocional y diseñamos la inteligencia artificial. Con lo expuesto sería suficiente para entender que debemos de ser responsables en el manejo individual y social de nuestros recuerdos, fieles a la verdad evitando la manipulación, la distorsión y el uso espurio de la memoria, ecuánimes y autocríticos a la hora de seleccionarlos, empáticos y humildes al exponerlos y al recordarlos, no herir nunca la memoria de las personas que podrían estar involucradas en ellos manteniendo siempre abierta las puertas del perdón y del olvido.
Otro aspecto importante y general en la ética de los recuerdos es la responsabilidad personal y colectiva de hacerlos memoria, de guardarlos y el deber de recordarlos. La vida está llena de recuerdos propios y compartidos que no pasan de ser flashes o a lo sumo anécdotas intranscendentes que podríamos olvidar sin más preocupación; otros sin embargo corresponden a momentos sensibles y delicados de nuestra vida o a promesas que hicimos y que debemos cumplir o pertenecen a unas vivencias familiares, profesionales o sociales positivas o negativas (guerras, catástrofes, epidemias…) que marcaron para siempre nuestra historia. Acciones tan habituales como ponerle el nombre a una calle, descubrir una placa conmemorativa o levantar un monumento son gestos que implican a la memoria general y particular de los ciudadanos y que en esta reflexión sobre la ética del recuerdo nos brinda la ocasión de preguntarnos. ¿Qué debe recordar la humanidad? ¿Qué recuerdos de la historia de nuestra vida debemos dejar de herencia a los que vienen detrás? Margalit habla del “testigo moral” y las condiciones para serlo; de ellas destaca el haber compartido el sufrimiento del que testifica o al menos su riesgo pero también tener el impulso moral de recordarlo y la esperanza de que haciéndolo así, confía en que en otro lugar o en otro tiempo habrá otra comunidad moral que recogerá su testimonio.
Hemos citado solo algunas cuestiones generales que suscitaría la ética del recuerdo; quedan muchas otras por contemplar y entre ellas las cada vez más importantes reflexiones que la neuroética nos puede ofrecer sobre la función cerebral de la memoria, su constitución, educación y desarrollo; las intervenciones sobre ella desde el uso de neuro fármacos y el efecto de los tóxicos y de las drogas hasta el polígrafo y el suero de la verdad; las desviaciones de la memoria, las ilusiones, los delirios, las obsesiones; las actuaciones para perfeccionar la memoria en la búsqueda del superhombre.
Con su orientación casuística reconocida, Albert Jonsen2 contempla la neuroética en tres niveles o momentos perfectamente superponibles a nuestra reflexión sobre el recuerdo: El momento técnico referido a nuestra libertad de recordar y de olvidar. El momento epistemológico que interesaría al proceso de obtención, validación y selección de los recuerdos y el momento local o de aplicación con situaciones tan concretas como la investigación de la memoria, la responsabilidad jurídica y criminal en los márgenes de la memoria y las intervenciones sobre ella.
Pero aun quedaría el papel fundamental que los recuerdos tienen en la constitución y la gestión de la Ética como ciencia del conocimiento y en sus aplicaciones. Los recuerdos son los átomos de la conciencia; con ellos se constituye y con ellos cumple su función de primer gestor moral de nuestros actos. Una mala conciencia, una conciencia que llega tarde o que no actúa o que se inhibe cuando debería hacerlo va a ser en muchas ocasiones la consecuencia de una mala educación y un mal uso de la memoria. En su libro “Los abusos de la memoria” Tzvetan Todorov 3 destaca una frase de Jacques Le Goff: “Procuremos que la memoria colectiva sirva para la liberación de los hombres y no para su sometimiento”
José María Rubio Rubio
De la Real Academia de Medicina de Sevilla